Los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones." Artículo 71.1 de la Constitución Española.
"Hoy el BOE publica la jubilación forzosa del juez García-Castellón. Lo dijimos hace meses y ahora se confirma, este y otros jueces corruptos, que han prevaricado contra quienes defendemos otra idea de España, se van a ir de rositas sin sanción alguna gracias al PSOE. Vergüenza." La diputada Ione Belarra en X/Twitter, el 2 de septiembre de 2024.
El Tribunal Supremo admite a trámite —el 25 de octubre de 2024— la denuncia de García-Castellón contra Belarra por intromisión ilegítima en el derecho al honor, en la que solicita una indemnización de 240.000€.
El 10 de abril de 2025, el mismo tribunal da 20 días a Belarra y García Castellón para que hagan alegaciones para dirimir si sus comentarios al juez en redes eran a título personal o como diputada.
¿Qué está pasando aquí?
En primer lugar, hace falta entender por qué el constituyente español entendió que era necesario introducir el artículo 71.1 de la Constitución que establece, sin matices, la inviolabilidad —es decir, la imposibilidad de ser juzgados— que ostentan los miembros de las Cortes Generales "por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones".
El motivo es profundo y, por eso, la prerrogativa se puede encontrar no solo en la Constitución Española sino también en las de muchos otros países. Sucede que los diputados y los senadores en España son los únicos representantes públicos elegidos de forma directa por la ciudadanía; son los únicos representantes directos de la soberanía popular que reside en el pueblo español. Además, en sus manos, recaen importantes poderes constitucionales, como son los de investir a un presidente del gobierno o sustituirlo mediante moción de censura, elegir a los miembros del CGPJ o aprobar las leyes y los Presupuestos Generales del Estado. Por ello, si fuese fácil que poderes externos a las cámaras legislativas pudiesen actuar contra las opiniones emitidas por diputados y senadores, se estaría dejando abierta la posibilidad en nuestro sistema constitucional de que cualquiera, con la suficiente cantidad de dinero, de abogados y de amigos jueces, pudiera torcer de forma espuria la voluntad del pueblo español. En cada sesión de control de los miércoles, se verbalizan por parte de decenas de diputados frases que podrían ser llevadas a juicio si no existiera la inviolabilidad establecida en el artículo 71.1 de la carta magna.
Lo que debería haber hecho el Tribunal Supremo al recibir la demanda del juez jubilado Manuel García-Castellón es archivarla inmediatamente, recordándole al denunciante que debe leerse el artículo 71.1 de la Constitución
No podemos olvidar tampoco que las tareas que la ciudadanía encarga a los diputados mediante el voto directo en las urnas son esencialmente tres: parlamentar (es decir, hablar y emitir opiniones), redactar las leyes y votar. Del mismo modo que no existe el delito de prevaricación por la redacción de leyes o por el voto (porque el legislativo tiene la potestad absoluta de crear la legislación y, por lo tanto, no puede existir una forma "injusta" —es decir, contraria a la ley— de hacerlo), tampoco se puede perseguir a los diputados por sus opiniones, ya que eso limitaría enormemente su función constitucional.
Por ello, lo que debería haber hecho el Tribunal Supremo al recibir la demanda del juez jubilado Manuel García-Castellón es archivarla inmediatamente, recordándole al denunciante que debe leerse el artículo 71.1 de la Constitución. Las opiniones de la diputada Belarra son inviolables. Fin de historia.
La admisión a trámite de una denuncia que viola tan claramente el precepto constitucional ya constituye, por sí misma, una grave amenaza contra el sistema democrático. Pero es que, con la decisión que toma ayer, el Tribunal Supremo señala que está dispuesto a ir todavía más allá.
A pesar de que el máximo tribunal ya había reconocido la condición de diputada de Belarra cuando hizo la publicación —si el Supremo hubiese pensado que no estaba aforada respecto de estos hechos, en vez de admitir debería haber enviado la demanda a un juzgado de instrucción—, ahora intenta cuestionar la propia condición constitucional de la demandada deslizando que podría haber escrito esas palabras fuera del ejercicio de sus funciones.
En la última década, hemos contemplado innumerables casos de jueces corruptos que han operado retorciendo el derecho o directamente violando la ley para hacer avanzar la agenda ideológica propia o de sus amigos en el poder político y económico
Como resulta evidente para cualquiera que tenga dos dedos de frente, una persona no deja de ser diputada cuando sale por la puerta del edificio de la carrera de San Jerónimo. Obviamente, el hablar con la ciudadanía, el dar declaraciones a los medios de comunicación, el expresar mensajes en mítines, el publicar opiniones en las redes sociales, todo ello, entra de lleno entre las funciones de una diputada; básicamente porque sería imposible ser diputada sin llevar a cabo todas esas tareas. Por ello, lo que está intentando hacer el Supremo constituye una doble amenaza contra la Constitución y contra nuestro ordenamiento democrático. Está intentando construir una puerta de atrás para saltarse el artículo 71.1 y permitir que cualquiera pueda amenazar a cualquier diputado en el futuro por cualquier cosa que haya dicho fuera del hemiciclo. Como ya hemos comprobado con los casos que afectan a la familia del presidente o al Fiscal General del Estado, las tácticas de lawfare mediante las cuales la judicatura persigue primero a las personas de izquierdas y a los independentistas llegan para quedarse, se constituyen como parte permanente del catálogo de armamento y pueden acabar siendo utilizadas de forma arbitraria contra cualquiera.
La cuestión de fondo es también obvia. En la última década, hemos contemplado innumerables casos de jueces corruptos que —la mayor de las veces con completa impunidad, pero unas pocas veces acabando en prisión como el juez Alba— han operado retorciendo el derecho o directamente violando la ley para hacer avanzar la agenda ideológica propia o de sus amigos en el poder político y económico. Señalar alto y claro este hecho, como hizo Belarra, no solamente entra dentro de las funciones de una diputada sino que debería ser una obligación de cualquier representante público que se llame a sí mismo demócrata.

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