El veganismo no es una dieta. Dejar de comer animales es solo el comienzo de un camino de aprendizaje permanente en el que nunca dejamos de avanzar cuestionándonos la realidad que nos venden como “normal”
Este 1 de noviembre, se celebra el Día Mundial del Veganismo. El Día Mundial de algo que es mucho más que una forma de alimentarse, aunque la incluya, y aunque muchos, con diferentes intenciones, se empeñen en reducirlo a una dieta. Efectivamente, el veganismo implica no comer nada de origen animal, “vegetariana estricta” me han llamado alguna vez, porque no, el atún no es vegetal, y el queso tampoco. Por cierto, en algún momento podríamos hablar de porqué no podemos hablar de “hamburguesa” vegetal pero sí podemos llamar “sándwich vegetal” al que lleva huevo, mayonesa, y a veces incluso pollo o atún. Pero eso lo dejamos para otra ocasión.
Decía que el veganismo implica no comer nada de origen animal, pero eso es solo una parte, una pequeña parte, podríamos decir la parte imprescindible, de considerarse “vegana”. Y, a su vez, ser vegana es solo una parte, necesaria pero no suficiente, de lo que implica defender activamente los derechos de los demás animales.
No me considero en condiciones de definir el veganismo, entre otras cosas porque implica una evolución siempre necesaria, un aprendizaje continuo, un cuestionamiento permanente. Yo no soy vegana ahora como cuando decidí dar el paso de dejar de comer animales. He ido profundizando en mi compromiso, he ido experimentando lo que implica extenderlo a todos los ámbitos de la vida cotidiana (personal, laboral, familiar, social…), he reflexionado mucho sobre todos esos hábitos cotidianos que van mucho más allá de la alimentación y que es necesario modificar o incluso erradicar para ser coherente con ese compromiso y con esos objetivos, de la misma forma en la que he incorporado nuevas rutinas, nuevas sensibilidades, en búsqueda permanente de esa necesaria coherencia. En este camino he aprendido, me he enriquecido, he renunciado, me he puesto nuevos objetivos, me he frustrado, he avanzado, he retrocedido, he vuelto a empezar… y el camino sigue y sé que nunca acabará.
Creo que eso es el veganismo, el compromiso de vivir tratando de generar el menor daño posible a los demás animales, aprendiendo continuamente cómo nuestros hábitos influyen otras vidas y con la promesa siempre renovada no solo de no hacer nada que los pueda perjudicar, sino de luchar activamente por la defensa de sus derechos, por el fin de su explotación. Y nadie dijo que fuera fácil. Desde que ponemos un pie en el suelo por la mañana nuestras decisiones y nuestros actos están teniendo consecuencias en las vidas de otros. Pero podemos pasar de todo o tratar de ser conscientes de esas consecuencias y hacer todo lo que esté en nuestras manos para que sean menos dañinas y más beneficiosas.
Y en ese camino, la alimentación, no comernos a los demás animales, es donde más se suele poner el foco de lo que significa el veganismo, y lo más sencillo que tenemos a nuestro alcance para no dañar a otros de forma tan directa y tan evidente. Leí hace tiempo que el pacifismo empieza en nuestro plato, y así es. Comernos los cuerpos de otros animales me pareció lo más normal durante gran parte de mi vida, y ahora lo siento como la forma de violencia más normalizada de nuestra sociedad, y la más fácil de erradicar. Por cierto, para quien se preocupe, mi salud no solo no se ha resentido después de casi diez años de veganismo sino que ha mejorado considerablemente. No es la pretensión de este artículo, pero baste recordar que igual que le pueden faltar proteínas a una persona vegana que no se alimente de forma adecuada, le pueden faltar o sobrar a muchas de las personas omnívoras que piensan que por comer “de todo” ya tienen su salud garantizada aunque ese “de todo” incluya un exceso de sal, de azúcares, de grasas… Ser vegana no me garantiza la salud, pero tampoco la merma, y lo que sí tengo claro es que mejora considerablemente la salud de otros muchos animales y del conjunto del planeta.
Y también contribuye a un mejor reparto de los alimentos en el mundo. Fue un experto de la OMS el que dijo hace muchos años que comer carne “es darle una bofetada en la cara a un niño hambriento”, por el derroche de recursos que implica y las repercusiones del malévolo mercado mundial de alimentos, en el que la mayor parte de lo que se cultiva se destina a alimentar ganado, también de lo que se cultiva en zonas deforestadas. La vinculación entre la ganadería y la agricultura animal con la deforestación, la contaminación, las sequías y el cambio climático es mucho más grande de lo que la industria quiere reconocer, aunque cada vez más expertos claman sobre ello, y a ello sumamos lo que para nuestra ética supone criar a miles de millones de animales con el único objetivo de ser consumidos a las pocas semanas de vida, vidas miserables de hacinamiento y privaciones. Un dato: un kilo de carne cuesta hasta 15.000 litros de agua. ¿De qué sirve ducharnos en vez de bañarnos, cerrar el grifo mientras nos enjabonamos o nos lavamos los dientes, o tener una lavadora eficiente, si en cada bocado de carne nos llevamos varios cientos de litros?
Y no, no vale lo de la ganadería extensiva. No tenemos planeta suficiente para pastos si ese modelo de ganadería tiene que satisfacer toda la demanda, y eso sin entrar en otros problemas para la biodiversidad. Recordemos que, por norma general, la ganadería extensiva es incompatible con la presencia de otros animales que no sean los explotados. Los pequeños estorban en el pasto y los grandes son una amenaza. Si no queremos un planeta donde solo existan los animales que nos comemos (lo que es una aberración a la que, al parecer sin darnos cuenta, estamos llegando), tenemos que buscar otras opciones más éticas y más sostenibles. Hay muchas personas de las que aprender, muchos libros que leer, muchos informes que escudriñar, pero desde estas líneas recomiendo dos básicos, dos que para mí han sido esenciales: ‘Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas’, de Melanie Joy; y ‘Filosofía ante la crisis ecológica’, de Marta Tafalla. Creo sinceramente que nadie con ciertos márgenes de elección en su vida y con una mínima conexión entre su cerebro, su corazón y sus tripas puede leerlos sin que un clic active su conciencia.

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